¿Es necesario pelar la fruta o estamos tirando lo mejor?

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Lia Sanz/Shutterstock

Cada día, millones de personas en el mundo pelan sus frutas y verduras antes de consumirlas. Se trata de un gesto automático, heredado de costumbres familiares o avalado por la idea de que así se come “más limpio”.

Ahora bien, este acto, aparentemente inocente, es más controvertido de lo que parece. A pesar de que hacerlo puede parecer más higiénico, lo cierto es que la piel de las frutas y verduras está llena de nutrientes, lo cual pone en entredicho las ventajas de pelar estos alimentos.

Sin embargo, y ahí está el dilema, la cáscara de las frutas y verduras también puede contener restos de pesticidas.

Así que la cuestión es: ¿a qué debemos prestar más atención, a los nutrientes que perdemos al pelar la fruta o a los pesticidas que evitamos ingerir?

Un estudio publicado en Current Research in Food Science aborda el dilema y concluye que la respuesta, como en otras muchas cuestiones relacionadas con la alimentación, no es nada sencilla.

Lo que nos perdemos al pelar la fruta

La piel de la manzana contiene aproximadamente el doble de fibra que la pulpa y una alta concentración de compuestos fenólicos, que actúan como antioxidantes naturales.

Su presencia ayuda a mantener el equilibrio celular y a prevenir o retrasar el daño celular que provocan los radicales libres y la exposición a la contaminación, el humo del tabaco o la radiación UV producen estrés oxidativo. Todos estos elementos están relacionados con el envejecimiento celular y con enfermedades crónicas como enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos de cáncer y diabetes tipo 2.

Por otro lado, también se han identificado propiedades antiinflamatorias y antimicrobianas en frutas como las peras, uvas y frutas cítricas, cuyas cáscaras son una fuente valiosa de vitamina C, flavonoides y aceites esenciales.

La piel de algunas verduras también ofrecen importantes fuentes de fibra, potasio y antioxidantes como los polifenoles. Es el caso de las pieles de las patatas, las zanahorias y los pepinos.

Otro ejemplo poco conocido es el de la piel de la berenjena, rica en nasunina, un potente antioxidante que protege las membranas celulares del daño oxidativo.

La piel de la berenjena es rica en nasunina, un potente antioxidante. olepeshkina/Shutterstock

Al otro lado de la balanza, los pesticidas

A la luz de tan numerosas y valiosas propiedades adheridas a la piel, parece que la balanza se inclinaría hacia el lado de comer la fruta y la verdura con piel. No obstante, pelarlas también tiene sus justificaciones. La más evidente, como mencionábamos antes, es la presencia de residuos de pesticidas en la superficie.

Aunque los niveles están regulados por organismos como la EFSA (Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria), algunos estudios han encontrado restos de estas sustancias incluso tras el lavado. De ahí que muchos consumidores opten por pelar como una medida de precaución.

La buena noticia es que hay formas eficaces de reducir la carga de pesticidas sin tener que prescindir de la piel. Lavarlas con agua corriente, frotarlas con un cepillo específico para alimentos, o sumergirlas brevemente en una mezcla de agua con bicarbonato o vinagre puede eliminar hasta el 80-90 % de los residuos.

Por supuesto, una alternativa ideal es consumir productos ecológicos o de producción local, donde el uso de pesticidas es menor o nulo.

Sostenibilidad: el impacto invisible de las cáscaras

Otro argumento relevante –y menos conocido– es el impacto ambiental de pelar sistemáticamente frutas y verduras. Según un informe de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), el 14 % de los alimentos producidos en el mundo se pierden antes de llegar al consumidor. Una parte importante de esos residuos proviene de las cáscaras desechadas innecesariamente.

Estas pieles, que podrían aprovecharse como alimento, acaban en vertederos donde se descomponen y generan metano, un gas de efecto invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono.

Diversos estudios estiman que, si se redujeran los residuos de frutas y verduras en los hogares, las emisiones globales de gases de efecto invernadero disminuirían notablemente.

Además, en algunos países ya se está investigando cómo convertir las pieles en productos útiles: desde harinas enriquecidas hasta bioplásticos, pasando por fertilizantes y piensos para animales.

Entonces, ¿qué hacemos?

Pelar o no pelar no debería ser una decisión automática, sino informada. Si la fruta o verdura está bien lavada y proviene de una fuente confiable, lo más recomendable desde el punto de vista nutricional y ecológico es consumirla con piel.

Hay excepciones, claro. Algunas pieles son demasiado duras, amargas o contienen compuestos no recomendables, como en el caso de la solanina en pieles verdes de patata.

La solanina es un glicoalcaloide natural que las patatas producen como defensa frente a insectos y enfermedades. Se concentra principalmente en la piel y en las zonas verdes del tubérculo, que aparecen cuando la patata se expone a la luz o sufre daños físicos.

Aunque la clorofila que da el color verde es inofensiva, su presencia indica un aumento potencial de solanina. Consumir patatas con altos niveles de solanina puede provocar síntomas como: náuseas, diarrea, dolor abdominal, dolor de cabeza y en casos graves parálisis, alucinaciones…

Estudios recientes indican que dosis de solanina de 2 a 5 mg por kilo de peso corporal pueden causar síntomas tóxicos, y dosis superiores a 6 mg/kg pueden resultar letales.

En última instancia, se trata de valorar caso por caso, equilibrando beneficios y riesgos. La ciencia nos invita a ver las cáscaras no como desechos, sino como una parte más del alimento: nutritiva, versátil y, en muchos sentidos, infravalorada.

The Conversation

Cristina López de la Torre no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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