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Azotada por un panorama internacional cada vez más inestable –con el regreso del poder duro (Donald Trump), la desinformación y la fractura de los consensos liberales– la Unión Europea se encuentra ante una pregunta clave: ¿cómo mantener una narrativa coherente sobre quiénes somos y hacia dónde vamos?
La respuesta ya no pasa solo por regulaciones o acuerdos comerciales, sino por algo más sutil pero igual de importante: contar historias. Y en este terreno, los videojuegos están empezando a ocupar un lugar central.
Una narrativa para sostener el proyecto europeo
El concepto de seguridad ontológica nos ayuda a entender este desafío. No basta con garantizar la seguridad física de los Estados; también es necesario sostener una imagen coherente de uno mismo a lo largo del tiempo. Para un proyecto político como el europeo –basado en valores democráticos, memoria y diversidad cultural– esa narrativa interna es tan vital como sus instituciones.
En los últimos años, la UE ha empezado a desplegar una estrategia cultural digital con la intención de reforzar su identidad y visibilidad en el mundo. Políticas como Creative Europe, los nuevos marcos regulatorios para las plataformas digitales o el apoyo a las industrias culturales revelan una apuesta por ocupar espacios simbólicos en el imaginario colectivo.
Y en este terreno, los videojuegos ofrecen una oportunidad única.
Los videojuegos como artefactos de memoria
El medio videolúdico es una herramienta poderosa para reflexionar sobre el pasado, representar valores y generar empatía. Algunos títulos recientes lo demuestran con claridad, al abordar episodios traumáticos de la historia europea desde perspectivas íntimas, humanas y accesibles.
Attentat 1942, por ejemplo, reconstruye la vida cotidiana durante la ocupación nazi en Checoslovaquia, a través de entrevistas interactivas y documentos históricos. Through the Darkest of Times pone al jugador en la piel de un ciudadano que vive el ascenso del Tercer Reich. Ambos proponen un tipo de memoria activa, más cercana a la disidencia moral que a la épica heroica.

Otros títulos apuestan por la mirada infantil como forma de interpelación. My Memory of Us narra la ocupación nazi como una fábula oscura protagonizada por dos niños, mientras que My Child Lebensborn sitúa al jugador en el rol de tutor de un menor nacido de un programa de eugenesia nazi, explorando el estigma, el trauma y la posguerra desde la intimidad. En esa misma línea, The Light in the Darkness cuenta la historia de una familia judía en la Francia ocupada, mostrando cómo la violencia sistémica afecta a lo cotidiano.
Estos juegos no solo sirven para recordar: ayudan a reconstruir una ética común en torno al respeto a los derechos humanos, el rechazo al totalitarismo y la importancia de la memoria como pilar de una identidad europea compartida.
Una narrativa híbrida, pero estratégica
Junto a los videojuegos centrados en la memoria, hay otros que, sin ser explícitamente políticos, contribuyen también a construir una idea de Europa compleja, diversa y profundamente cultural.
The Witcher 3: Wild Hunt, basada en la obra del polaco Andrzej Sapkowski, hunde sus raíces en el folclore eslavo y presenta una ambientación que remite a conflictos históricos del centro y este europeo. Así, sin renunciar a su especificidad cultural ha alcanzado una proyección global.
Year Walk recupera una tradición sueca de adivinación y la convierte en experiencia estética y narrativa. The Thaumaturge, mientras tanto, propone una historia ambientada en la Varsovia del siglo XX, donde las tensiones culturales y religiosas se cruzan con lo sobrenatural. En ambos casos, el patrimonio cultural no se muestra como decoración, sino como parte del conflicto identitario.

Un ejemplo especialmente significativo es Sorginen Kondaira, que recrea la mitología vasca en un formato educativo para jóvenes. Con esto, se integra lo local dentro de una visión más amplia, que concibe a Europa como un mosaico donde las identidades regionales no son un problema sino una riqueza.
Una geoestrategia cultural en construcción
Esta apuesta por los videojuegos no puede leerse solo desde la cultura, sino también desde la geopolítica.
En un mundo donde el poder blando –la capacidad de influir mediante símbolos, ideas y emociones– es tan importante como el poder económico o militar, los relatos cuentan. Y la UE necesita contarse a sí misma, dentro y fuera de sus fronteras. Competir con gigantes como Estados Unidos o China no será fácil.
Pero Europa tiene algo que ofrecer: una tradición narrativa densa, una memoria compleja y un compromiso con los derechos humanos que puede traducirse en historias atractivas para la ciudadanía. Para ello, es clave apoyar a los estudios independientes, proteger la diversidad lingüística y cultural, e invertir en talento local con ambición global.
En un entorno cada vez más mediado por algoritmos, plataformas y burbujas digitales, narrar bien quiénes somos es también una forma de resistencia. Y en ese esfuerzo, los videojuegos tienen mucho que aportar. No por imposición, sino por su capacidad única de invitar a jugar con la historia, con la memoria y con las identidades que construyen nuestro presente.

Antonio César Moreno Cantano no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.