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El nacionalismo se suele considerar un patrimonio de la política de derechas y ha sido durante mucho tiempo uno de los elementos fundamentales de los gobiernos autoritarios y fascistas de todo el mundo. En los países democráticos, el término “nacionalismo” acostumbra a asociarse al chovinismo nacional, es decir, a la creencia en la superioridad inherente de la propia nación y sus ciudadanos. Empero, la realidad es más compleja de lo que parece a primera vista.
Para empezar, exisen pocas diferencias entre el patriotismo y el nacionalismo, salvo el grado de intensidad. Sin embargo, la mayoría de nosotros podemos reconocer la diferencia entre el amor por la propia patria y los principios más duros, a menudo excluyentes o xenófobos, del nacionalismo extremo. El patriotismo es un nacionalismo de baja intensidad, pero el nacionalismo radical a menudo se convierte en xenofobia.
El panorama se complica aún más en el caso de los nacionalismos subestatales o minoritarios, un fenómeno que a menudo se asocia más con ideales progresistas y de izquierda. Varios partidos políticos e ideologías –en Europa, América y otros lugares– utilizan el término “nacionalista” con orgullo y sin identificarse con la extrema derecha. En cambio, presentan a la nación como una fuerza emancipadora, y luchan por lograr la autodeterminación de un territorio concreto.
Ejemplos de ello son el Partido Nacional de Surinam (fundado en 1946), el Partido Nacionalista Vasco (1895), el Partido Nacional Escocés (1934) y el Bloque Nacionalista Galego (1982). Algunos de los movimientos de izquierda más destacados de Europa, como el partido irlandés Sinn Féin, son fervientemente nacionalistas, mientras que otros, como el galés Plaid Cymru, abrazan principios ecosocialistas.
Eso no significa que los nacionalismos minoritarios o subestatales sean inmunes a la influencia de la derecha radical. El partido belga Vlaams Belang y la Aliança Catalana son dos ejemplos contemporáneos de nacionalismo minoritario de extrema derecha. Si miramos más atrás, la Organización de Nacionalistas Ucranianos y la Unión Nacional Flamenca ocuparon un espacio político similar durante el período de entreguerras.
A pesar de esos matices, la ideología nacionalista a menudo se desliza fácilmente hacia el fascismo. El resurgimiento del nacionalismo étnico a finales del siglo XX también ha reforzado esta asociación, a menudo canalizada a través de los conceptos de nativismo y populismo para dar lugar a movimientos tan diversos como el “Make America Great Again” de Trump, el irredentismo de Putin y el nacionalismo hindutva en la India.
Pocos cuestionan el énfasis del fascismo en la nación, o que el nacionalismo es un pilar de cualquier visión fascista del mundo. Sin embargo, la relación entre nacionalismo y fascismo sigue sin estar suficientemente explorada. Mi propia investigación pretende remediarlo analizando detenidamente el vínculo entre las diversas concepciones de la nación y el contenido ideológico del fascismo.
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El nacimiento del fascismo
La ideología fascista se ha considerado a menudo como el resultado inevitable de las formas de nacionalismo étnico del siglo XIX. Impulsado por el imperialismo europeo y la Primera Guerra Mundial, el concepto de nación se volvió cada vez más chovinista, racista y xenófobo.
El giro étnico del nacionalismo sería decisivo para convertirlo en un instrumento del fascismo, así como en un argumento central de las diversas versiones de la derecha radical, desde el conservadurismo “fascistizado” hasta formas más descaradas de gobierno autoritario.
En la mayoría de las teorías del fascismo, el nacionalismo se vincula implícitamente a una única expresión, que concibe la nación como una realidad orgánica, en la que los criterios de inclusión se basarían en verdades “objetivas” como la lengua, la sangre y el suelo, la historia y la tradición.
Sin embargo, elementos como la ascendencia, la historia y el territorio no son en absoluto exclusivos de los conceptos fascistas o autoritarios de la nación. Muchos de esos ingredientes también se encuentran en las definiciones liberales y republicanas de la nación, que suelen dar por sentada la “comunidad cultural” dentro de cuyas fronteras étnicas y territoriales se construiría la comunidad de ciudadanos.
De hecho, muchas de las fuerzas políticas progresistas emergentes en Europa, como el Sinn Féin en Irlanda, tienen sus orígenes en el nacionalismo radical de principios del siglo XX, pero promueven una visión tolerante y abierta de la sociedad que es la antítesis del fascismo.
Por tanto, es cierto que todo fascista es nacionalista, pero no todo nacionalista es, ni siquiera potencialmente, fascista. Esto plantea la cuestión del modo en que el fascismo aprovecha el nacionalismo para alcanzar sus objetivos. En mi opinión, existe un concepto y un uso específicamente fascistas del nacionalismo.
El nacionalismo fascista en cinco puntos
Los fascistas ven la nación como una única entidad orgánica, que vincula a los individuos que la componen no sólo en razón de sus orígenes étnicos o su cultura, sino también como el resultado del triunfo de la voluntad. Como tal, es la fuerza motriz y unificadora que moviliza a las masas hacia un objetivo común. Pero los fascistas también se apropian del nacionalismo para sus propios fines.
Para servir al fascismo, el concepto de nación debe ser coherente con los principios fundamentales de la ideología fascista: la idea de revolución comunitaria, la concepción corporativa del orden social, la pureza de raza (definida en términos biológicos o culturales) y la relevancia social de los valores irracionales. La diversidad de las tradiciones nacionalistas también explica en gran medida la heterogeneidad geográfica del fascismo.
Aunque los componentes aportados por el nacionalismo son antiguos, el fascismo los combinó para crear algo nuevo. Esto dio lugar al concepto fascista “genérico” de nación, que puede desglosarse en cinco características específicas:
- Una visión paramilitar de los vínculos sociales y el carácter nacional: la nación se halla en un estado permanente de movilización militar, lo que implica que los valores marciales de disciplina, unidad de mando y sacrificio se sitúan por encima de cualquier derecho individual. El orden social y la naturaleza de sus vínculos se moldean según un modelo paramilitar: la propia sociedad se convierte en un cuartel.
Esto también explica la fuerte tendencia del fascismo hacia el expansionismo territorial, la búsqueda del imperio y la guerra, ya que todos ellos proporcionan una causa común para mantener a la nación permanentemente unida y movilizada.
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Una visión darwiniana de la “supervivencia del más apto” de la sociedad nacional e internacional: eso conduce a la exclusión de los demás (definidos de diversas maneras por rasgos como la raza, la cultura, el idioma, etc.), a la creencia en la soberanía ilimitada de la propia nación y a la justificación de la violencia contra sus enemigos, tanto internos como externos. El imperialismo deviene en una consecuencia natural del carácter afirmativo de la nación.
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La nación es el principio máximo de legitimidad y lealtad, por encima también de la religión: los gobiernos fascistas siempre han aspirado, en teoría, a emanciparse de la tutela religiosa. Dondequiera que tomaron el poder, la mayoría de los movimientos fascistas llegaron a algún tipo de acuerdo con las Iglesias, pero el fascismo atribuye a Dios y a la religión un lugar subordinado (ya sea explícita o implícitamente) dentro de su jerarquía de principios. La nación siempre se sitúa en el lugar preeminente.
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Identificación de Estado, cultura y nación: la nación fascista no está ni por encima ni por debajo del Estado. Se identifica con este último y, al mismo tiempo, lo trasciende: es un “nacional-estatismo”.
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Creencia en un líder carismático: la idea de ación fascista requiere una lealtad absoluta a un líder único y todopoderoso. En la Alemania nazi se definía como Führerprinzip, la idea de que la palabra del Führer trascendía cualquier ley escrita.
Tal principio transforma la figura del héroe nacional o padre fundador del siglo XIX en algo mucho más trascendente. El líder fascista asimila y encarna las cualidades de todos los héroes nacionales que le precedieron.
En definitiva: todo fascista es un nacionalista, casi siempre de Estado. Pero no adopta cualquier versión de la nación y el nacionalismo, sino una que se acomoda a sus propios objetivos. La derecha radical de hoy en día también suscribiría varios de los principios enunciados en su concepción nativista de la nación.

Xosé M. Núñez Seixas no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.