¿Por qué los pintores modernos pintaban ‘brioches’?

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Pintar sigue siendo una actividad tan popular como extraña resulta la pintura contemporánea para la mayoría. Así que algo falla cuando los artistas intentamos transmitir por qué es interesante lo que hacemos.

Pero ¿qué hace que una pintura se considere una obra maestra?

Retos artísticos

La primera característica del gran arte es que busca soluciones imaginativas a los problemas que se le plantean. Por ejemplo, adecuarse al lugar y al espacio que tiene.

Así, cuando Leonardo da Vinci recibió el encargo de pintar un fresco en un convento, y optó por retratar la última cena de Jesucristo, tuvo que adaptarse a ello.

Los renacentistas florentinos habían establecido la iconografía de esta escena en torno a una mesa extralarga, con Judas, el apóstol traidor, enfrente. Pero Da Vinci dispone a los comensales, a todos, según la pose de “mira el pajarito”.

Pintura de una mesa alargada con 12 hombres sentados mirando hacia el pintor.
La última cena de Leonardo da Vinci. Wikimedia Commons

La ubicación de la mesa es extraña y su extensión también es imposible. Solo la magia de la pintura, y de Da Vinci, crea la ilusión de que todos caben en esa cena y permite que en los extremos Bartolomé y Simón ocupen un espacio casi inexistente entre la pared y los laterales de la mesa. Lo que por muy visto consideramos un ejemplo de representación naturalista es en realidad un artificio lleno de trucos.

Lo anterior tiene que ver con otra búsqueda histórica que caracteriza la creación artística, pintura incluida. Se trata del descubrimiento de problemas inadvertidos donde la mayoría solo percibe el orden de lo habitual.

El arte lo sabe bien, por eso lleva siglos explorando la utilidad rupturista del absurdo. Y es que la certeza de que el disparate también forma parte del día a día es una de las claves de la creatividad.

La tercera preocupación de la pintura entendida como arte tendría que ver directamente con querer ir más allá de lo convencional. Con pretender no solo imitar las formas del derecho y del revés, sino también inventarlas. Únicamente de esta manera se pueden imaginar los relojes blandos de Dalí o las partituras musicales dibujadas en el trasero de uno de los personajes de El jardín de las delicias.

Los bodegones de Chardin

Así, desde la búsqueda, el descubrimiento y la invención, la pintura lleva milenios ensanchando nuestra experiencia. Pero no nos damos cuenta, ya que tendemos a valorarla solo como espejo de la realidad. Porque ¿a qué podría estar destinada la pintura de una manzana sino a mostrárnosla?

Si lo pensamos bien, los bodegones son obras singulares. Remiten a nuestra experiencia sensorial para imaginar cómo sería palparlos, morderlos, olerlos y degustarlos. Es decir, lo que en principio es un estímulo visual se convierte en un vehículo sinestésico, una fiesta para la experiencia que puede enriquecerse con todo el espectro de lo sensible. Con lo positivo, pero también con lo negativo.

Entonces, para quien pinta, escoger el objeto representado sería un acto estético de primera magnitud, ya que a través de él podría relatar la complejidad del mundo. Por eso, el escritor y filósofo francés Denis Diderot admiró la capacidad de su coetáneo, el pintor Jean Siméon Chardin, para elegir los motivos en los bodegones que pintaba.

Pintura con un pescado abierto en el que se ve la sangre mientras un gato pasa al lado.
La raya, de Jean Baptiste Siméon. Museo del Louvre

A través de la representación de un pez raya, Chardin lograba registrar lo inexplorado; según palabras de Diderot, “el asco que nos produce la naturaleza de ciertas cosas”. Se trataba de un gesto radical, porque en Chardin lo desagradable no recibía burla o rechazo. Por el contrario, alcanzaba el estatus de objeto de estudio de la obra definitiva.

Un brioche que es más que un brioche

Y es que la sensibilidad para mostrar el envés de lo veraz, lo bueno y lo bello de Chardin era de una afinación singular. Esto se demuestra si nos fijamos en otro objeto humilde que despertó en él una curiosidad casi científica.

Me refiero al brioche.

Pintura de un pastel con una flor encima, un azucarero a la izquierda, un bote a la derecha y unos panecillos y tomates delante.
La Brioche, de Jean Siméon Chardin. Louvre Museum/Wikimedia Commons

En la cultura popular francesa el brioche es una especialidad ambivalente. A medio camino entre el pan y el pastel, su masa puede ser dulce o salada. Además, como estableció el pastelero y escritor francés Pierre Lacam, su buena o mala calidad permite desenmascarar a los reposteros sin oficio. Tal vez por esa razón, en francés, la palabra brioche es sinónimo de torpeza.

Ni siquiera la fragante rama de azahar que corona el brioche à tête de Chardin consigue distraernos. Su extraña naturaleza asimétrica se ve acentuada por unos volúmenes superpuestos que parecen precipitarse cuesta abajo. Bien pensado, la bella flor blanca o el mismo azucarero de porcelana son el contrapunto perfecto para una masa deforme de color pardo que, dentro del horno, se comporta como quiere. Además, sus concavidades son claras y las oscuras convexidades se han tostado al calor. Y esto, hay que decirlo, constituye una refutación inusual de las leyes tradicionales del claroscuro.

Pintura con un brioche, una copa de vino, una hogaza de pan y unas cerezas.
Bodegón con brioche atribuido a Chardin. Musée Ingres Bourdelle

Podría pensarse que en manos de Chardin el brioche se convierte en el pez abisal de los postres.

Así, en otra obra atribuida al pintor o a su entorno, la deformación del pan dulce se acentúa aún más. Su cabeza está tan sobredimensionada que parece un absceso. Una protuberancia fuera de lugar que nos habla de un tejido enfermo. Ni que decir tiene que, en un giro paradójico, esos pasteles deformes podrían ser los más esponjosos y deliciosos jamás horneados.

Pintores a la búsqueda de la masa

Sin duda alguna, fue esa naturaleza inesperadamente monstruosa descubierta en la repostería la que inspiró a Manet, uno de los principales precursores de la pintura moderna.

Cada vez que en uno de sus cuadros aparece un brioche, los códigos figurativos saltan por los aires. En el interior del pan se desata una furia abstracta que disemina trazos marrones en todas direcciones. Como en el caso de Chardin, la masa informe aparece convenientemente rodeada de objetos. La plenitud de estas porcelanas, flores y frutas corrobora que el brioche es un cadáver diseccionado. Algo que, desmadejándose, parece querer localizar en su centro el corazón de la pintura.

Pintura con _brioche_, flores y peras,
Una naturaleza muerta con brioche, flores y peras, de Édouard Manet. Dallas Museum of Art

Así lo debieron entender pintores como Victoria Dubourg Fantin-Latour, Picasso, André Derain, Maurice de Vlaminck,Giorgio de Chirico, Raoul Dufy, Giorgio Morandi o Jean Dubuffet.

Sus brioches son testimonio de la adhesión de la pintura a la búsqueda artística que se acerca a la vida con perplejidad. Un enfoque que sigue registrando poéticamente las sorpresas que podemos encontrar dentro de cualquier cosa solo con solo mirarla dos veces. Un brioche puede ser mucho más que un brioche.

The Conversation

Abigail Lazkoz Saez no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.



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