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Durante casi cinco décadas, las sondas Voyager 1 y 2 de la NASA han viajado más lejos que cualquier otro objeto creado por el ser humano, cruzando los confines donde termina nuestro sistema solar y comienza el espacio interestelar. Ahora, los científicos han revelado nuevos datos sorprendentes: existe una especie de “muro de fuego” en esa frontera cósmica, con temperaturas que alcanzan decenas de miles de grados Kelvin.
En esa región, en el límite de la influencia solar, las Voyager detectaron una zona donde el viento solar se encuentra con el medio interestelar. Allí, las temperaturas pueden alcanzar entre 30.000 y 50.000 Kelvin, es decir, entre 54.000 y 90.000 grados Fahrenheit. Pero, aunque suene como un infierno ardiente, el área es tan extremadamente tenue que las naves nunca estuvieron en peligro. Lo que registraron fue la energía cinética de partículas cargadas moviéndose a velocidades asombrosas en un vacío casi absoluto.
Según la NASA, el Sol emite constantemente un flujo de partículas cargadas conocido como viento solar, que se extiende más allá de todos los planetas, hasta unas tres veces la distancia a Plutón, antes de ser frenado por el medio interestelar. Esa interacción crea una burbuja inmensa que rodea al Sol y a los planetas, llamada heliosfera. Dentro de ella vivimos nosotros, bajo la influencia directa del campo magnético solar. Más allá, comienza el auténtico espacio interestelar.
Cuando las sondas Voyager atravesaron esta frontera dinámica, ayudaron a los científicos a definir la heliopausa: el punto donde las fuerzas del viento solar y del viento interestelar alcanzan el equilibrio. Es allí donde el dominio del Sol se detiene y el espacio exterior comienza a imponerse.
La NASA describe este fenómeno como el equivalente cósmico de una proa de barco rompiendo el mar. A medida que la heliosfera avanza a través del espacio interestelar, se forma un “choque de proa” que marca el fin de la influencia directa del Sol y el inicio de un entorno dominado por los campos magnéticos y las partículas de otras estrellas.
Las Voyager revelaron además que este límite no es fijo. El borde de la heliosfera se expande y se contrae en función de la actividad magnética del Sol. Cuando el Sol se muestra más activo, la burbuja crece; cuando está tranquilo, se encoge. Esta respiración solar, como una exhalación cósmica, fue confirmada cuando las dos sondas cruzaron la heliopausa a diferentes distancias.
Comprender este comportamiento ha permitido a los astrofísicos tener una visión más clara de cómo el Sol interactúa con la galaxia. También proporciona información inédita sobre el medio interestelar: cómo se mueven los rayos cósmicos, cómo se comportan los campos magnéticos y qué ocurre justo más allá de los límites del sistema solar.
Lanzadas en 1977, las Voyager fueron diseñadas para explorar los planetas exteriores, pero han superado todas las expectativas. Casi medio siglo después, ambas siguen transmitiendo datos valiosísimos desde miles de millones de kilómetros de distancia, mucho más allá de la órbita de Plutón.
El llamado “muro de fuego” no es una amenaza, sino una revelación: una muestra del punto exacto donde la influencia del Sol termina y el vasto universo comienza. Las Voyager, convertidas ya en mensajeras del ingenio humano, continúan su viaje hacia lo desconocido, recordándonos que incluso en el vacío más frío, el cosmos sigue ardiendo con energía e historia.
