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Bajo el hielo más remoto de la Antártida, algo sigue enviando señales que nadie puede explicar. Hace casi una década, el experimento ANITA de la NASA —una serie de antenas transportadas por globos a gran altitud— detectó una serie de misteriosos pulsos de radio que parecían provenir no del espacio, sino desde las profundidades del hielo antártico. Desde entonces, la comunidad científica no ha dejado de preguntarse qué los provocó.
El objetivo de ANITA era detectar ondas de radio generadas cuando los rayos cósmicos golpean la atmósfera terrestre. Pero algunos de los pulsos registrados entre 2016 y 2018 no se comportaban como se esperaba: no rebotaban en el hielo, sino que parecían emerger desde debajo del horizonte. Ese detalle, en apariencia insignificante, rompía con todo lo que la física de partículas considera posible.
En aquel momento, la hipótesis más audaz era que ANITA había encontrado señales de nuevas partículas subatómicas o incluso de materia oscura. Sin embargo, una investigación más reciente liderada por expertos de Penn State y publicada en Physical Review Letters ha añadido contexto a estos resultados. Los científicos analizaron 15 años de datos del Observatorio Pierre Auger en Argentina y no hallaron eventos equivalentes. Todo apunta a que no hay “nueva física” detrás de los pulsos, aunque el misterio persiste.
“Las ondas de radio que detectamos estaban en ángulos extremadamente pronunciados, unos 30 grados por debajo de la superficie del hielo”, explica Stephanie Wissel, profesora de física, astronomía y astrofísica. “Nuestros cálculos muestran que esas señales habrían tenido que atravesar miles de kilómetros de roca sólida antes de llegar al detector. En condiciones normales, eso es imposible. El material habría absorbido completamente las ondas”.
Wissel y su equipo buscaban señales de neutrinos, partículas diminutas sin carga eléctrica que atraviesan el universo casi sin interactuar con nada. “Cada segundo, mil millones de neutrinos pasan por tu uña —dice Wissel—, pero rara vez chocan con algo. Si los detectamos, es porque viajaron enormes distancias sin ser perturbados, quizá desde los confines del universo observable”.
Captar uno solo de estos neutrinos es como recibir una postal enviada hace millones de años desde una supernova o incluso desde el Big Bang. Cada detección puede revelar información que ni el telescopio más potente podría ofrecer, ya que los neutrinos viajan casi a la velocidad de la luz y sin obstáculos.
Para detectarlos, los científicos emplean radiotelescopios gigantes instalados en lugares como la Antártida, donde la interferencia es mínima. ANITA, por ejemplo, lanza sus antenas a 40 kilómetros de altura sobre el hielo para “escuchar” los ecos de partículas que interactúan bajo la superficie. Esas interacciones generan emisiones de radio conocidas como “duchas de hielo”, similares a las “duchas de aire” que se producen en la atmósfera cuando las partículas decaen al perder energía.
Si pudiéramos verlas, esas duchas parecerían chispas luminosas moviéndose en un solo trazo, como un bengala en la oscuridad. El ángulo en el que rebotan permite calcular su origen, del mismo modo que una pelota lanzada al suelo rebota siguiendo la misma inclinación. Pero en el caso de ANITA, las señales detectadas no seguían esa lógica: sus trayectorias eran demasiado empinadas, como si vinieran desde el interior del planeta.
Los investigadores compararon los datos de ANITA con los del IceCube Experiment y el Observatorio Pierre Auger. Ninguno de los dos registró eventos similares. Eso descartó la posibilidad de que las señales fueran neutrinos y dejó abierta la puerta a fenómenos aún no comprendidos.
“No tenemos una explicación definitiva”, reconoce Wissel. “Quizá haya algún efecto extraño de propagación de radio cerca del hielo o del horizonte que aún no entendemos. Pero es un enigma que seguimos investigando con el nuevo proyecto PUEO, un detector más grande y sensible que esperamos lanzar próximamente”.
PUEO podría ofrecer las respuestas que la ciencia lleva años esperando. Tal vez revele un nuevo tipo de interacción subatómica. O quizá confirme que la naturaleza tiene formas de comunicarse que aún no somos capaces de escuchar correctamente. Hasta entonces, esas misteriosas señales bajo el hielo seguirán recordándonos que el universo todavía guarda secretos que desafían toda lógica.
Fuentes, créditos y referencias:

