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Ansiedad, redes sociales y desafección democrática. Estos tres ingredientes parece que están dando forma a un nuevo perfil de joven que está remodelando de manera alarmante parte de la generación Z. Son tres elementos que han hecho que el giro a la extrema derecha se consolide y que la sociedad se plantee una pregunta inquietante desde hace meses: ¿por qué tantos jóvenes se sienten hoy más representados por discursos reaccionarios que por el progresismo que históricamente les caracterizó?
Sí, gran parte de la juventud se está radicalizando y nosotros desde The Conversation también hemos querido saber por qué. La respuesta no es simple, pero algunos vectores se repiten en muchos países de Europa.
En primer lugar, la precariedad y esa ansiedad que provoca. Las generaciones jóvenes han crecido bajo el peso de las crisis económicas, con salarios estancados, alquileres prohibitivos y un horizonte de futuro marcado por la incertidumbre. Y confían de manera más emocional que racional y sin tener ningún tipo de garantía ni referencia al respecto en que los partidos de la derecha más extremista los sacarán de ese hoyo.
Como explicaba Erich Fromm en El miedo a la libertad, en ausencia de estructuras de apoyo, la libertad se convierte en una carga y el deseo de seguridad puede llevar a abrazar ideologías autoritarias que prometen orden y sentido. Nos lo recordaba Víctor Hugo Pérez Gallo, de la Universidad de Zaragoza, que hablaba también de lo que el marxista italiano Antonio Gramsci llamó “revolución pasiva”, un proceso de transformación aparente en el que las élites dominantes adoptan ciertas demandas populares para desactivarlas, sin alterar realmente las estructuras del poder. Es decir, se hacen cambios superficiales que dan la impresión de progreso o ruptura, pero en realidad preservan el orden existente.
Por ejemplo, en España muchos jóvenes que apoyan a Vox creen estar rebelándose contra el sistema, pero en realidad estarían participando en una revolución pasiva: una “revolución” que no transforma nada esencial, sino que canaliza su descontento dentro de una narrativa conservadora que mantiene las bases del sistema que critican.
Vox, al igual que otros partidos similares en Europa, ofrece una narrativa identitaria simple que transforma el desasosiego existencial en consigna política. Porque los partidos ultraconservadores adoptan elementos del malestar juvenil, pero los canalizan sin transformar las estructuras de fondo.
Memes y mensajes simplistas
Un factor clave en este proceso son las redes sociales. En lugar de debates sosegados, proliferan memes, desinformación, mensajes simplistas y vídeos virales que apelan a la emoción más que a la reflexión. Figuras como Andrew Tate o Alvise Pérez se han convertido en referentes de jóvenes desorientados que encuentran en sus discursos misóginos, antifeministas y conspiranoicos una promesa de restauración del “orden natural”.
El lenguaje emocional, la crítica a los medios tradicionales y la creación de identidades digitales han permitido a la ultraderecha tejer una comunidad simbólica que opera como cámara de eco. Todo esto nos lo contaban Fernando Carcavilla, Carmela García y Jorge Miguel Rodríguez, de la Universidad de San Jorge.
El impacto del antifeminismo es especialmente significativo. Más de la mitad de los varones jóvenes en España cree que el feminismo ha ido “demasiado lejos”. Este rechazo responde muchas veces a un sentimiento de pérdida de estatus y de confusión identitaria más que a una postura razonada.
En ausencia de referentes masculinos sólidos, los discursos de la ultraderecha ofrecen seguridad, jerarquía y un enemigo claro: el feminismo, los inmigrantes y los progresistas. Algunos de estos datos nos los proporcionaba Maite Aurrekoetxea, de la Universidad de Deusto.
No deja de ser curioso que en las últimas elecciones celebradas en Alemania, las mujeres jóvenes se decantaran por la izquierda mientras que los hombres confiaron en la ultraderecha.
De la apatía a la antipatía
Existe una preocupante desconexión con los valores democráticos. Una parte significativa de los jóvenes considera aceptable un gobierno autoritario si garantiza seguridad o bienestar. La apatía inicial hacia la política se ha transformado en antipatía activa. Ya no se trata solo de abstenerse como forma de protesta, sino de apoyar modelos que cuestionan el sistema democrático mismo. Y precisamente estos son jóvenes que, en el caso de España, no vivieron la dictadura franquista, no tienen muchos de ellos referencias claras de lo que aquello supuso para esta sociedad y de lo que la ultraderecha podría hacer con sus propias libertades.
El desafío es enorme. Es necesario entender las carencias que llena la ultraderecha en estos jóvenes y reconstruir un relato colectivo que ofrezca pertenencia y esperanza. Porque el futuro de la democracia se juega, en buena parte, en las emociones y las pantallas de quienes hoy rondan los 20 años.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.