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En medio de los escándalos que afectan al entorno más próximo del presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, y con la política nacional dominada por una creciente desconfianza hacia los partidos, las instituciones y sus líderes, resulta urgente volver a plantear una cuestión de fondo: ¿qué entendemos por corrupción y por qué su persistencia pone en riesgo a la democracia?
El concepto de corrupción suele variar en función del momento histórico, el lugar y los actores involucrados. Sin embargo, algunas definiciones resisten el paso del tiempo. El político y filósofo Edmund Burke planteó en el siglo XIX que toda sociedad necesita establecer límites entre el poder político y el poder económico y social.
Cuando esos límites se difuminan, se produce la corrupción: el uso del cargo público para obtener beneficios privados que rompen el equilibrio entre las esferas del poder. Y cuando esta práctica se generaliza, los ciudadanos empiezan a cuestionar la legitimidad del sistema democrático en su conjunto.
Lo que está en juego es la estabilidad misma del sistema democrático
Los casos que rodean a Pedro Sánchez, como antes ocurrió con otros líderes de distintos partidos, vuelven a poner sobre la mesa esa tensión estructural. Pero no se trata solo de un asunto ético o penal: lo que está en juego es la estabilidad misma del sistema democrático.
Cuanto más se percibe que los gobernantes actúan en beneficio propio o de su entorno, más se debilita la fe ciudadana en las instituciones, y más fácil resulta para el populismo ganar terreno.
El auge del populismo en Europa no es casual. Se alimenta, en gran medida, del desencanto con las élites tradicionales, a las que acusa de corruptas, insensibles o desconectadas de las necesidades de la ciudadanía.
Con un discurso que enfrenta al “pueblo puro” contra las “élites corruptas”, los populistas denuncian los fallos del sistema y prometen soluciones inmediatas, a menudo sin respeto por los frenos y contrapesos que definen a una democracia liberal.
Los partidos no se regeneran
La paradoja es que esta crítica, aunque muchas veces interesada y simplista, señala problemas reales. Las democracias actuales enfrentan un déficit de legitimidad y eficacia. Los partidos tradicionales han fracasado en regenerarse, seleccionar mejor a sus cuadros, abrirse a la sociedad y mantener una conexión viva con sus votantes. Las consecuencias están a la vista: fragmentación política, polarización extrema y una ciudadanía cada vez más escéptica.
Pero el populismo no es solo una amenaza. Puede ser también una oportunidad si se entiende como una señal de alarma, como un síntoma de que algo no funciona. Puede obligar a las élites políticas a emprender las reformas que durante años se han pospuesto: reformas que refuercen la integridad, la eficacia y la legitimidad del sistema democrático.
La solución no pasa por envolverse en la bandera del populismo para sobrevivir electoralmente, como algunos líderes han hecho, sino por tomarse en serio las críticas y actuar en consecuencia.
Eso implica, en primer lugar, reformar los partidos políticos desde dentro: democratizar su funcionamiento interno, mejorar sus sistemas de financiación, vinculando las ayudas públicas a una conexión real con la sociedad, y esmerarse en los procesos de selección de sus cuadros.
En segundo lugar, hay que aumentar la capacidad del Estado para actuar de forma eficaz y justa. Además, la politización de altos cargos administrativos socava la profesionalidad en la gestión pública. Es necesario separar claramente la carrera política de la administrativa, de modo que cada esfera cumpla su papel sin interferencias.
En tercer lugar, conviene reforzar aún más los mecanismos de control del poder ejecutivo. Eso implica consolidar la división de poderes, fortalecer órganos como el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo o las agencias de regulación independientes, y proteger a quienes denuncian malas prácticas en la administración.
Corregir errores y ofrecer resultados
Sí, este programa reformista es ambicioso. Y sí, los incentivos a corto plazo para muchos líderes –incluido Pedro Sánchez– empujan justo en la dirección contraria: prometer soluciones simples, agitar la polarización y culpar a otros. Pero es imprescindible asumir que no hay atajos. La democracia liberal solo se salvará si demuestra que puede corregir sus errores y ofrecer resultados.
La buena noticia es que la sociedad española parece estar preparada. Según el último Eurobarómetro especial de corrupción de la Unión Europea (2024), España es el país más intolerante con la corrupción de los 27 Estados miembros. Los ciudadanos no aceptan pagar sobornos ni hacer favores para acceder a servicios públicos. Eso demuestra que existe un suelo ético sólido sobre el que construir una regeneración democrática.
La pelota está en el tejado de los líderes políticos y de los ciudadanos. Si alguno de nuestros líderes decide tomarse en serio esta agenda de reformas, no solo contribuirá a mejorar el país, sino que probablemente encontrará un apoyo ciudadano mayor del que imagina. Pero es preciso dejar de usar la corrupción como arma arrojadiza, y empezar a tratarla como lo que es: una enfermedad del sistema que solo se cura con reformas estructurales, compromiso institucional y liderazgo democrático de verdad.

Fernando Jiménez Sánchez es miembro del capítulo español de Transparency International y miembro del Consejo Asesor de la Fundación Hay Derecho.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.