¿Por qué algunos jóvenes creen que “con Franco se vivía mejor”?

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La idealización del pasado franquista está detrás de ciertas posturas políticas nostálgicas. En la imagen, cartel de propaganda a favor del 'sí' en el Referéndum sobre la Ley Orgánica del Estado celebrado el 14 de diciembre de 1966. Wikimedia Commons, CC BY

Hace algunos días hemos visto frente a la sede del PSOE en Madrid, en la calle Ferraz, a grupos de jóvenes coreando “Franco, Franco” mientras agitaban banderas anticonstitucionales. Pocas mujeres, por cierto. Y no lo hacían como cita histórica ni como provocación irónica. Lo hacían en serio. Jóvenes nacidos más de 25 años después de la muerte del dictador, reivindicando un pasado que no vivieron y cuya dureza desconocen. ¿Por qué?

La explicación no está en la historia, sino en el presente. Esta nostalgia no es espontánea: es inducida. La consigna “Con Franco se vivía mejor” opera como síntoma cultural de una narrativa que ha ganado terreno en el campo político y mediático: la idea de que la juventud actual ha fracasado, de que “vive peor” que sus padres y madres y de que solo el orden del pasado puede restaurar una supuesta normalidad.

Un relato que no es inocente

La frase “los jóvenes viven peor” se ha convertido en uno de los mantras más repetidos por la derecha y la ultraderecha europeas. Su eficacia no radica en su veracidad, sino en su capacidad emocional: activa la comparación, el resentimiento, el sentimiento de pérdida. Y, a partir de ahí, legitima el retroceso.

Este discurso no describe una realidad: la construye. Porque se habla de vivir peor, pero ¿en qué términos? ¿Menores ingresos? ¿Menos libertad? ¿Peor salud mental? ¿Mayor dificultad para acceder a una vivienda? Cada una de esas dimensiones tiene matices. Pero este discurso no necesita complejidad: le basta con una certeza simple y pesimista para justificar la nostalgia.

Idealizar el pasado implica ignorar que muchas generaciones anteriores trabajaron desde los 14 años sin derechos laborales, sin conciliación, sin educación superior accesible ni cobertura de salud. Es preciso señalar que la legislación laboral anterior a 1980 permitía jornadas largas, sueldos bajos y escasa protección social.

No existía la conciliación familiar, y el acceso a derechos como vacaciones pagadas, formación continua o cobertura de desempleo estaba limitado a ciertos sectores privilegiados. El pasado no fue un periodo de bienestar generalizado, sino uno definido por la precariedad, desigualdad y escasas oportunidades reales de mejora.

Esa vida “mejor” es en gran parte una invención retroactiva que despolitiza las desigualdades estructurales del presente. Y lo curioso del eslogan “con Franco se vivía mejor” es que rara vez rememora cómo vivían las mujeres.

La dictadura no solo impuso un modelo autoritario en lo político, sino que anuló los derechos conquistados durante la II República y reinstauró un régimen jurídico que reducía a las mujeres a la obediencia y la dependencia. Al casarse, las mujeres perdían su capacidad de obrar: no podían administrar sus bienes, abrir una cuenta bancaria, ni siquiera firmar un contrato sin autorización del marido.

Esta restricción estaba amparada por la llamada licencia marital, recogida en los artículos 60 a 71 del Código Civil de 1889, vigente hasta su derogación por la Ley 14/1975, de 2 de mayo. El artículo 57 de ese código establecía literalmente que “el marido debe proteger a la mujer y ésta obedecer al marido”.

Además, el Estado abolió el divorcio (Ley de 23 de septiembre de 1939), suprimió el matrimonio civil (Ley de 10 de marzo de 1941) y restauró el régimen de patria potestad exclusiva para el padre. Incluso en caso de separación, la mujer era “depositada” en casa de sus padres y podía ser despojada de la vivienda conyugal y de la custodia de sus hijos. Si se volvía a casar, podía perder a sus hijos, salvo autorización expresa del marido fallecido en su testamento.

Este modelo no fue anecdótico: fue ley vigente en España hasta bien entrada la Transición, y moldeó toda una cultura jurídica de sumisión femenina. Por eso, la idealización del pasado franquista como una época de orden y bienestar ignora que dicho orden se construyó sobre la subordinación legal de la mitad de la población. ¿Este es el escenario que añoran estos jóvenes para sus parejas, sus hermanas o sus compañeras de trabajo?

El tiempo libre como elección política

Volviendo a la realidad actual, como señala el sociólogo Chris Knoester en un estudio reciente, lo que ha ocurrido en las últimas décadas a las personas jóvenes no es un deterioro o un declive de manera comparativa con generaciones anteriores, sino todo lo contrario: un cambio profundo en las formas de criar, de convivir y de valorar el bienestar.

Debemos tener presente que las familias hoy invierten más tiempo y recursos en el ocio estructurado de sus hijos e hijas, especialmente en el deporte, como expresión de implicación emocional y apoyo integral. Esta transformación, lejos de ser síntoma de debilidad generacional, es un logro intergeneracional.

El tiempo libre, tan denostado por los discursos conservadores como símbolo de pereza o evasión es, en realidad, una forma diferente de entender el bienestar de las personas. Las nuevas generaciones priorizan la salud mental, el cuidado de los vínculos y la autonomía personal. No porque rechacen el esfuerzo, sino porque no están dispuestas a pagar el precio de una productividad desmedida sin garantías de futuro.

Según la Encuesta de Presupuestos Familiares del Instituto Nacional de Estadística (2024), en 2023 el gasto medio por hogar en España fue de 32 617 €, un 3,8 % más que el año anterior. De ese total, los hogares destinaron un 10,2 % a restaurantes y hoteles de media, lo que equivale a 3 311 € anuales. Y un 5,1 % a ocio y cultura, es decir, 1 651 € por hogar.

Lejos de ser un comportamiento exclusivo de las clases altas, el incremento del gasto en estos sectores es transversal a todos los niveles de renta. Entre los hogares con ingresos más elevados, las partidas de ocio, restauración y cultura llegaron a representar hasta el 34,7 % del presupuesto familiar, frente al 14 % en los hogares con menos ingresos. Llamar a eso “vivir peor” es una falacia interesada. Y, sin embargo, esa falacia circula. Se normaliza. Se grita en la calle como consigna política.

Franco como consigna eficaz

Que jóvenes coreen “Franco, Franco” es un síntoma de una falta de símbolos alternativos para nombrar su frustración. En ese vacío, el relato reaccionario ofrece refugio. “Con Franco se vivía mejor” no es historia, es síntesis emocional: orden, jerarquía, autoridad, seguridad. Una traducción emocional del miedo a un presente con una brújula algo manipulada.

Y ese miedo se alimenta desde los discursos políticos que repiten que todo va a peor, que todo se ha roto, que la culpa es del feminismo, de la inmigración o de la diversidad. Un discurso que no busca comprender el malestar juvenil, sino apropiarse de él y convertirlo en adhesión reaccionaria.

Se trata de ofrecer otra lectura recordando que el bienestar no se mide solo por propiedad o salario, sino por tiempo libre, dignidad vital, vínculos y salud. Se trata de decir que hay otras formas de vivir bien que no pasan por parecerse al pasado.

The Conversation

Maite Aurrekoetxea Casaus no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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