¿Que pasa en el cerebro cuando “caemos en la tentación”? Neurociencia de la corrupción política

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Resonancia magnética del cerebro SpeedKingz/Shutterstock

A estas alturas parece indiscutible que la corrupción es uno de los peores daños que se pueden hacer a las sociedades democráticas. El mal uso de la autoridad, de los derechos o de las oportunidades que nos otorga el ejercicio del poder es contrario a la ley y a los principios morales. Pero la realidad es que se produce una y otra vez.

¿Cuándo (y cómo) nace este impulso amoral dentro del cerebro? ¿Somos, acaso, seres con una tendencia innata a la corrupción?

Anticipemos la respuesta alejando fatalismos: la corrupción no es una enfermedad y, desde luego, no es inevitable.

La neurociencia ha empezado a explorar cómo el poder político y el contexto institucional influyen en la actividad cerebral asociada a decisiones corruptas o inmorales. En un cerebro sano, la tentación de adoptar un comportamiento corrupto debería crear un conflicto entre el deber y la acción. Así, a los estímulos que incentivan la conducta corrupta –como obtener beneficios personales abusando de una situación ventajosa– se contrapondrían elementos disuasorios –como el miedo a un posible castigo–.

Ante este dilema, ¿se podría anticipar qué inclinará la balanza hacia un lado o hacia el otro en cada individuo?

Recompensa y autocontrol

Existen datos indican que “caer en la tentación” o sucumbir a la corrupción requieren la intervención de varios sistemas cerebrales. Los circuitos que regulan la recompensa, el autocontrol y la evaluación moral de los comportamientos personales son los más afectados.

De entre ellos, destacan los circuitos que gratifican una determinada conducta y nos motivan a repetirla. Se trata de áreas que liberan neurotransmisores en el cerebro en respuesta a obtener dinero o estatus. Como resultado, cada vez que una acción corrupta (por ejemplo, un soborno sustancioso) se produce con éxito, se refuerza la conexión entre las neuronas que favorecen que el comportamiento se repita. Y eso rompe el equilibrio entre impulso y control en el cerebro que sucumbe a la corrupción.

En cierto modo, la satisfacción del éxito obtenido bloqueará los mecanismos de evaluación de la ética de los actos. Concretamente, hay estructuras responsables de la planificación a largo plazo y la inhibición de impulsos, cuyo correcto funcionamiento debería ayudarnos a resistir frente a una gratificación tentadora y apostar por otros beneficios futuros, como forjar una buena reputación o garantizar una larga carrera política. Pero la activación de los circuitos de satisfacción inmediata bloquea estas vías.

Además, el cerebro es muy de “donde fueres haz lo que vieres”, lo que puede resultar demoledor en la lucha contra la corrupción. La razón es que nuestro comportamiento social se seleccionó, durante millones de años de evolución, para encajar en un grupo de pertenencia, asumir sus normas y, con ello, obtener su aprobación.

Salir de eso requiere gran fuerza emocional, creatividad y, muchas veces, pagar el precio de la soledad. Así que si en nuestro entorno se manejan unas conductas “dudosas”, existe el peligro de que el cerebro las adopte como propias. Como ya mostró hace años el experimento de Solomon Asch, la presión social influye en el juicio individual, incluso cuando la respuesta correcta es obvia.

Por tanto, en entornos que normalizan la corrupción, la presión del medio activa las áreas del cerebro social, aumentando la motivación a emular la conducta grupal aunque se oponga a los principios éticos individuales. Si la exposición a prácticas corruptas se perpetúa en el tiempo, sufrimos desensibilización: la reiteración atenúa la respuesta de las áreas nerviosas encargadas de identificar el peligro y silencia a la señal de “alarma moral” en nuestro cerebro.

Prevenir con contextos nada permisivos

La mejor manera de prevenir la corrupción es cambiar el contexto social donde se desenvuelve el cerebro humano. Somos seres sociales, que necesitamos la aprobación en nuestro grupo de referencia. Si no pedimos la rendición de cuentas o vivimos en contextos institucionales permisivos, estaremos normalizando la conducta corrupta y atenuando los mecanismos internos de honorabilidad.

Esto da lugar a un fenómeno de “racionalización” que permite reinterpretar una conducta inapropiada hasta, incluso, comenzar a percibirla como “necesaria”, o como mínimo “menos grave”, normalizando el comportamiento enviciado.

Numerosas evidencias muestran este “ajuste mental” hacia la corrupción. Entre ellas, investigaciones basadas en técnicas de neuroimagen que muestran que quienes ostentan poder modulan su valoración de ganancias personales “al alza”.

Falta de empatía y coste ético

La neurociencia ha demostrado también que al tomar decisiones desde niveles de poder, los cerebros procesan de modo más benevolente el coste ético asociado a un acto corrupto.

La falta de empatía es otro problema, ya que estamos ante una capacidad que contribuye a la conciencia social y reduce la propensión al engaño. La corrupción distorsiona las prioridades comunitarias, agravando la desigualdad. Y el cerebro se inclina hacia todo lo que supone un beneficio personal, volviéndose más “egoísta” .

En definitiva, el poder prolongado tiende a reforzar la atención en metas propias y a debilitar las redes neurales de autocontrol. Esto configura un cerebro menos sensible, en el que se desactivan todas las señales que permiten la reciprocidad entre las personas.

Sin duda, todas estas evidencias pueden aportar nuevas herramientas de prevención ante las corruptelas. Fortalecer las normas éticas y las redes de control pueden ayudar a “resistir la tentación”, recuperando los mecanismos que se inhiben en el cerebro corrupto.

Por el bien común, es vital implementar las formas más eficaces de reprobación social.

The Conversation

Susana P. Gaytan no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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